Sofía se había dado cuenta; de repente lo vio reflejado como en un espejo más límpido que aquel donde creía verse cada mañana: había perdido la perspectiva del viajero.
La ilusión de casi neonato con que el extranjero observa el suelo que pisa, las paredes que le rodean, las farolas, el paso que viola la calzada para alcanzar el otro lado, las entradas y salidas de los edificios.... la calle. Todo aquello que al volver de su viaje, con la mirada aún pendiente del lugar de donde venía, le parecía maravilloso, extraño, alucinante...ahora se había sumido de nuevo en la monotonía.
Había dejado de escribir. Aporreaba signos lingüísticos, letras garabateadas, en el papel (o en la pantalla) y les creía encontrar significado cuando no eran más que etiquetas vacías. Cuántas veces se había prometido no hacer caso de las etiquetas... Y, al fin y al cabo, se había hecho presa de ellas. "Tienes que buscar un trabajo." "Estás inactiva, desperdicias tu capacidad y tu tiempo" "Tic-tac, Swatch no perdona, cada segundo vale en céntimos de brent".
De un tiempo acá lo estaba viendo venir. Un murmullo repiqueteaba en su interior y le advertía: puede que éste sea el camino de otro, pero tú, simplemente, no estás a gusto. Ha pasado tanto tiempo desde que volviste que has olvidado que existe otro mundo y te has perdido entre las aguas de éste.
Hoy ocurrió algo que, quizá, le devolvió la capacidad de asombrarse:
Caminaba protegida por el crepitar rítmico del Rap que golpeaban sus cascos. Una dura jornada; más que dura, monótona. Las calles pasaban alrededor de ella al igual que los coches y los viandantes, que la traspasaban como buen conciudadano: sin rozar y sin molestar, "qué menos". Estaba bien cerca de su casa. A un lado, los escaparates del Colegio de Enfermeros en cuya entrada absorbían varios cigarros cuatro empleados con ademán de querer llegar a casa. Le seguía la entrada del Café de Indias, provista aquella tarde de una exquisita clientela (estamos en Nervión, faltaba más, barrio de aquel marqués y cuna tanto de médicos ilustres como de periodistas conformadores de la mejor generación de nuevos ricos-loquequieraser-será)
Sorteaba Sofía esta regia clientela y la pasarela del India´s Coffee cuando estuvo a punto de caer de bruces contra el pavimento al tropezar con los pies de un hombre que yacía en la entrada anexa al lujoso cafetal.
Podría estar muerto... o no. No sabría decirlo, puesto que su cuerpo no profería movimiento alguno que indicase respiración. Lo primero en lo que reparó fue el hilo de sebo blanquecino que caía de su boca y resbalaba por el lado derecho de su mejilla. El pálido inerte de los labios le llevó a reparar en un aún más transparente, más bien azulado, rostro, el que su cabeza mantenía ladeado hacia el vértice derecho de su hombro.
Los ojos estaban completamente cerrados, la boca entreabierta y después de un momento percibió que aquel apéndice que resbalaba de la comisura de su boca no era sebo ni saliva sino algo parecido a helado de nata o crema de repostería. Lo intuyó porque sostenía, entre sus manos, una tarrina de plástico transparente que apoyaba, por inercia, entre sus rodillas flexionadas y huesudas. Todo ello se mantenía en un milagroso equilibrio que parecía conjurado para lograr sostener en el aire la cucharilla de café que sus dedos, en una especie de rigor mortis, sostenían con testaruda tenacidad.
No pudo evitarlo y eso le devolvió a la vida: le cabreó enormemente ver cómo ni una sola de las mesas que compartían aquella jodidamente estrecha acera se volvía a prestar un mínimo de atención al hombre que podría estar muerto. Las señoras, cubiertas con extravagantes abrigos de piel en una calurosa tarde de 28 grados-primavera, engullían sus respectivos pasteles de helado de nata o nata de repostería. Sostenían sus correspondientes cucharillas y se limpiaban el sebo blanquecino o hilillo de nata de las comisuras, con gesto disimulado y sin perder la sonrisa de escaparate que ante sus amigas del AMPA habrían de mantener.
Por un instante, sólo por un instante, Sofía también pasó de largo. Volvió. No por saberse mejor que aquellas mujeres de nata y repostería, sino por la vagueza de no tener que sentirse miserable un rato más; por pura vagueza.
Deshizo tres de sus últimos pasos. Se acercó al hombre que yacía. Puso las yemas de los dedos bajo su nariz para sentir el vaho caliente de su inhalar y exhalar. Comprobó que respiraba. Además, su pecho se hinchó y desinfló un par de veces, como si quisiese demostrarle que estaba vivo. Por un momento, sintió complicidad, y se sintió más cerca de aquel desubicado de lo que se había sentido de otra persona en toda la tarde.
Sólo quería comprobar que estaba vivo, para no tener que declarar un cadáver cerca de su casa. Más tranquila, siguió su camino.
La ilusión de casi neonato con que el extranjero observa el suelo que pisa, las paredes que le rodean, las farolas, el paso que viola la calzada para alcanzar el otro lado, las entradas y salidas de los edificios.... la calle. Todo aquello que al volver de su viaje, con la mirada aún pendiente del lugar de donde venía, le parecía maravilloso, extraño, alucinante...ahora se había sumido de nuevo en la monotonía.
Había dejado de escribir. Aporreaba signos lingüísticos, letras garabateadas, en el papel (o en la pantalla) y les creía encontrar significado cuando no eran más que etiquetas vacías. Cuántas veces se había prometido no hacer caso de las etiquetas... Y, al fin y al cabo, se había hecho presa de ellas. "Tienes que buscar un trabajo." "Estás inactiva, desperdicias tu capacidad y tu tiempo" "Tic-tac, Swatch no perdona, cada segundo vale en céntimos de brent".
De un tiempo acá lo estaba viendo venir. Un murmullo repiqueteaba en su interior y le advertía: puede que éste sea el camino de otro, pero tú, simplemente, no estás a gusto. Ha pasado tanto tiempo desde que volviste que has olvidado que existe otro mundo y te has perdido entre las aguas de éste.
Hoy ocurrió algo que, quizá, le devolvió la capacidad de asombrarse:
Caminaba protegida por el crepitar rítmico del Rap que golpeaban sus cascos. Una dura jornada; más que dura, monótona. Las calles pasaban alrededor de ella al igual que los coches y los viandantes, que la traspasaban como buen conciudadano: sin rozar y sin molestar, "qué menos". Estaba bien cerca de su casa. A un lado, los escaparates del Colegio de Enfermeros en cuya entrada absorbían varios cigarros cuatro empleados con ademán de querer llegar a casa. Le seguía la entrada del Café de Indias, provista aquella tarde de una exquisita clientela (estamos en Nervión, faltaba más, barrio de aquel marqués y cuna tanto de médicos ilustres como de periodistas conformadores de la mejor generación de nuevos ricos-loquequieraser-será)
Sorteaba Sofía esta regia clientela y la pasarela del India´s Coffee cuando estuvo a punto de caer de bruces contra el pavimento al tropezar con los pies de un hombre que yacía en la entrada anexa al lujoso cafetal.
Podría estar muerto... o no. No sabría decirlo, puesto que su cuerpo no profería movimiento alguno que indicase respiración. Lo primero en lo que reparó fue el hilo de sebo blanquecino que caía de su boca y resbalaba por el lado derecho de su mejilla. El pálido inerte de los labios le llevó a reparar en un aún más transparente, más bien azulado, rostro, el que su cabeza mantenía ladeado hacia el vértice derecho de su hombro.
Los ojos estaban completamente cerrados, la boca entreabierta y después de un momento percibió que aquel apéndice que resbalaba de la comisura de su boca no era sebo ni saliva sino algo parecido a helado de nata o crema de repostería. Lo intuyó porque sostenía, entre sus manos, una tarrina de plástico transparente que apoyaba, por inercia, entre sus rodillas flexionadas y huesudas. Todo ello se mantenía en un milagroso equilibrio que parecía conjurado para lograr sostener en el aire la cucharilla de café que sus dedos, en una especie de rigor mortis, sostenían con testaruda tenacidad.
No pudo evitarlo y eso le devolvió a la vida: le cabreó enormemente ver cómo ni una sola de las mesas que compartían aquella jodidamente estrecha acera se volvía a prestar un mínimo de atención al hombre que podría estar muerto. Las señoras, cubiertas con extravagantes abrigos de piel en una calurosa tarde de 28 grados-primavera, engullían sus respectivos pasteles de helado de nata o nata de repostería. Sostenían sus correspondientes cucharillas y se limpiaban el sebo blanquecino o hilillo de nata de las comisuras, con gesto disimulado y sin perder la sonrisa de escaparate que ante sus amigas del AMPA habrían de mantener.
Por un instante, sólo por un instante, Sofía también pasó de largo. Volvió. No por saberse mejor que aquellas mujeres de nata y repostería, sino por la vagueza de no tener que sentirse miserable un rato más; por pura vagueza.
Deshizo tres de sus últimos pasos. Se acercó al hombre que yacía. Puso las yemas de los dedos bajo su nariz para sentir el vaho caliente de su inhalar y exhalar. Comprobó que respiraba. Además, su pecho se hinchó y desinfló un par de veces, como si quisiese demostrarle que estaba vivo. Por un momento, sintió complicidad, y se sintió más cerca de aquel desubicado de lo que se había sentido de otra persona en toda la tarde.
Sólo quería comprobar que estaba vivo, para no tener que declarar un cadáver cerca de su casa. Más tranquila, siguió su camino.