"Que tenía cerca de 90 años", me repetí varias veces para disipar la sorpresa y el sentimiento de indignación de a quien le arrebatan 'algo' preciado. Aún así, algo no me cuadraba al pensar que José Saramago había muerto esta mañana, sin dar más previo aviso que el paso del tiempo surcando ese rostro siempre vivaz y atento. Me enfadé, porque en estos momentos intentaba recuperar la parte de su obra pendiente y me sumergía en aquella Caverna que hasta hace unas semanas bramaba furiosa en mi estantería de los libros que esperan a ser inaugurados.
Llevaba más de seis décadas vomitando su crítica vision de la sociedad en poesía y prosa, en novelas, relatos, ensayos, obras de escena. Sus detractores lo acusaban de "espeso", barroco o "espartano", por esas líneas interminables, austeras en signos de puntuación, que te arrastraban por la página en un laberinto a veces infinito. Pero Saramago, hijo de jornaleros hecho a la dificultad y el esfuerzo, exigía un lector aplicado, que pusiera toda su inteligencia y empeño en la intensa tarea de la lectura. Y el trabajo merecía la pena.
Por sus casi veinte novelas, el escritor de la pluma estricta tocó casi todos los temas acuciantes de la sociedad actual: las diferencias sociales, el consumismo voraz, la burocracia oxidante, el poder del clero e incluso la religión. En noviembre pasado, anunció que ya estaba trabajando en su próxima novela, en la que atacaría la industria del armamento. Nos quedaremos sin ella, porque la Parca, que en una ocasión retrató de dama caprichosa, hoy ha querido cumplir escrupulosa su tarea.
Con Saramago se marcha otra de las grandes voces humildes de la literatura actual. En marzo lo hizo Miguel Delibes, que murió en su Valladolid natal unos meses después de que, al ocaso de 2009, se cerrara el telón para Francisco Ayala, que será para siempre, en mi memoria, el escritor del rostro entrañable.
Menos mal que las palabras, al contrario que las personas, sí pueden ser eternas. Quedarán esperando, con infinita paciencia, a los ojos ávidos que les den vida con cada lectura. De momento, los míos paserán atentos por la vida de Cipriano Algor y su familia, esos pobres alfareros que se enfrentan a los grandes productores a base de testaruda constancia. Un bonito ejemplo que poder seguir, al estilo Saramago.