Respira hondo. Deja que el miedo se vaya con el suspiro. Abre la boca y expira que el mundo es para ti y que en ese grito viajen las inseguridades que te atan al pasado.
El precipicio que contemplas tiene un puente para cruzarlo. Sólo tienes que adelantar el pie. Pero para ello primero has de alzarlo y dejar atrás lo que debe quedar en la otra orilla. La mano que antes te agarraba no es la que ahora debe sostenerte. Recurres a ella porque sientes que tambaleas y el sostén más recurrente es siempre aquel que nos resulta más familiar. Opta por no cogerlo, sigue adelante, da el paso porque en el movimiento se encuentra el equilibrio. Y en los pasos venideros encontrarás bastones en los que apoyarte, que serán compañeros de viaje y no sustitutos de tu propia voluntad.
Ahí está el puente que construyes con tus propios pies. Y masajeas tus plantas con las piedras que componen el camino. Descubres que debajo no reside el abismo porque tú eres tu espacio y, al revisar las huellas que has dejado en tu caminar, intuyes por qué sentías vértigo:
Estabas en el muelle a punto de subir a la barca en la que ibas a navegar por el riachuelo.
Contemplabas el mar entero en lugar de recrearte en el riachuelo que te llevaba a él. Tu mirada se perdía entre la infinitud del océano y sentías el vértigo de no saber dónde agarrarte para no hundirte. Ilusa, te estabas ya ahogando en el fondo del mar cuando aún no habías salido del muelle.
Un tiempo atrás, cuando tu tarea era hilvanar redes en la orilla, contemplabas con pasión y envidia aquellos pescadores que navegaban entre las aguas. Pensabas en los peces que sus ojos estarían viendo, en la brisa salada que acariciaría sus rostros, en el ilimitado mundo que sus remos abrazarían, persiguiendo tan sólo el viento. Ignorabas que también los marineros cuentan con rutas que seguir y que en su amplitud de opciones reside su gallardía. Y, al perder tu mirada en aquel mundo de brillos plateados y horizontes inexistentes, ignorabas el suave tacto de la arena de la playa, el sedoso beso del sol en tu rostro, el terciopelo verde de las palmeras coronando tu cabeza. Estabas tan dentro de tu mundo y mirabas tan fuera de él que te perdías sus regalos. Al final, no estabas ni en el mar ni en la orilla.
Ahora, una vez que decidiste dejar la tierra para perderte en las inmensidades del mar y descubrir mundo, vas de nuevo demasiado rápido. De nuevo quieres lanzarte de cabeza al mar y, al hacerlo, braceas e intentas subir a flote porque te ahogas. ¡Cómo no vas a ahogarte, si aún no has aprendido a nadar!
Y en el pavor del terreno desconocido que es el mar, diriges tu mirada a la orilla y buscas la mano conocida que pueda agarrarte. Contemplas ahora, a lo lejos, la playa con su arena, aquel beso del sol que un día rechazaste y el verde aterciopelado de las palmeras. Y añoras aquello que dejaste atrás pensando si no eras más feliz acariciando la orilla.
Ignorante, aquello que añoras no es la orilla sino la tranquilidad de saberte conocedora del terreno. Sube a la barca, vuelve al riachuelo y emprende de nuevo el camino, poco a poco, con calma. Disfruta del suave traqueteo de la barquilla por entre las rocas, hazte amiga del agua dulce, que luego lo harás de la salada. Comprende a los peces menores que ya habrá tiempo de tiburones y ballenas y aprende a nadar para que, cuando alcances la inmensidad del océano, y el horizonte que no existe, y los mundos que te vengan al encuentro, te sepas ducha marinera y ames el mar tanto como antes amabas la tierra.
Quizá algún día, después de haber viajado por distintos continentes y de haber conocido sus gentes y sus vidas, hagas una parada en aquella orilla que un día dejaste y saludes a tus viejos compañeros. Y juntos compartáis en la calma de la senectud las experiencias vividas. Y el rencuentro no será una segunda parte sino un nuevo comenzar.