El oasis... (Capadocia, Turquía)

miércoles, 2 de enero de 2008

La resaca de Sofía... y EL COMIENZO (I)















Hacía rato que se había abandonado al hechizo. La música de Mbria, Djembe y Laud la acunaban mientras flotaba (o al menos ella lo sentía así) por el mar de plomizo azabache apenas acariciado por el fuego de las antorchas que alumbraban los pasteles y cigarrillos expuestos en las dukas. Dejó que la tierra ferviente del Serengeti penetrara en su cuerpo y le inculcara el valor ebrio necesario para enfrentarse a los ojos Naggar. El sereno e imponente delegado de mirada distante que había conocido aquella mañana se había transformado ahora en un imán de fuego y azabache que la arrastraban entre los bum bum del Djembe, los bum bum bum...

Tuvo que sacudir varias veces la cabeza para intentar sacarse el bum bum martilleante que entraba por la ventana. El polvo amarillento enardecía el agresivo brillo del sol enlatado por cristales y asfalto. Acompañada por ese martillo en las sienes, realizó (con la cautela que dictaban los tekilas acoplados en su cabeza) una mirada a su alrededor para descubrirse lejos de la sabana africana. Se le presentaba, en cambio, un paisaje mucho más urbanita, aunque no menos salvaje: prendas de ropa, restos de cigarros, vasos a medio llenar y... ¿la cachimba, cuándo había sacado ella la cachimba? dibujaban en la habitación las huellas de una estampida de búfalos.

Al momento supo que no había pasado aquella noche con Naggar. En su lugar, el chico del que apenas recordaba el rostro (mucho menos el nombre) se había marchado. "Al menos, podría haber tenido la decencia de recoger un poco. Luego los incivilizados son otros..." Sintió que el aire la asfixiaba y salió de allí.

Ciertamente, desde que había regresado a casa no podía desprenderse de esa incómoda sensación de soledad. Los reencuentros con viejos amigos, las incesantes fiestas de bullicio y risas y las aventuras de asfalto con que desde entonces había rellenado sus días no podían, sin embargo, quitarle la impresión de que, en medio del tumulto, cada persona estaba realmente separada de los otros por un cristal infinito. Echaba en falta el calor familiar, felizmente abrumador, de la comunidad africana.

Las risas ahora se le antojaban menos profundas, las voces más tibias, de gélida neutralidad, e incluso los besos (que había catado al abrigo de noches impalpables y rostros difuminados) le sabían a colorante artificial.

"Apenas has regresado. - se decía Sofía con estoica paciencia - Diste una oportunidad a una tierra y un pueblo que te eran hostiles. Dale la misma al que siempre estuvo aquí".

Una sonrisa amiga desde el otro lado de la calle le ratificó que sólo tendría que familiarizarse nuevamente con aquello, y se dirigió hacia ella. Esperó impaciente a que el semáforo se pusiera en verde (en África le habían enseñado que la espera era un oxímoron) y, caminando entre ceños fruncidos de cuatro ruedas y cláxones iracundos, se plantó al encuentro de su vuelta a casa.

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