"Todos echamos pestes acerca del tan mentado Calentamiento Global, pero ¿quién no disfruta de un cálido rayo de sol sobre el rostro regalado una mañana de febrero?"
El eco de esta última palabra resonaba, anacrónica, en la mente adormecida de Sofía mientras olía el aire casi efervescente del parque donde se había sentado a "vaguear" (hacía tanto que no me paraba a "perder" el tiempo...) Venía de unas jornadas sobre "Diálogo Intercultural" y no sentía ganas de encerrarse de nuevo bajo el techo gris de su casa. Aún le costaba acostumbrar a su cuerpo a la falta de aire libre (pegajoso y caliente hasta el extremo, sí, pero libre a fin de cuentas) y de vez en cuando tenía que darle caprichos de este tipo.
Echada sobre un banco alejado de la zona de juegos infantiles (el "alegre y agradable gorgoteo" de los niños resultaba, a su parecer, mucho más agradable cuando provenía de una distancia mínima de cien metros) había adoptado la postura que en África denominaban "recibir el placer": las piernas un poco abiertas, flexionadas y conductoras del peso de todo el cuerpo hacia las plantas de los piés; las manos libres, descargadas sobre el asiento; la cabeza relajada sobre el respaldo y el cabello apartado para dejar expuesto por completo el rostro, que recibe lo que llega. Para "colaborar" en la eficacia de la tarea, Sofía se desabrochó el botón del vaquero (fuera presiones) y desplazó levemente la tira de la cintura hacia abajo, para regalar a unos centímetros más de su piel el efecto de esta sesión de Rayos Uva gratuita e improvisada.
Poco a poco empezó a notarse anestesiada. El estado, en el limbo entre el sueño y la vigilia, era mucho más agradable que cualquiera de estos dos, puesto que manteía el grado de consciencia necesario para percibir y disfrutar de la sensación de hipnosis que acompaña el sueño. Las ideas fueron abandonándola poco a poco y aterrizaban ya los primeros delirios, pseudo pensamientos sin lógica ni hilo conector que aparecen de manera incontrolada cuando nos rendimos a hibernar, indicando que todo va bien.
Después de las Jornadas de Cultura, si no puedo subirme en el tobogán... me compraré los vaqueros... porque, claro, no pudimos estrenar la película ayer...
No disfrutamos más de la incoherencia que cuando aparece en el momento oportuno: al perder, de manera controlada, el control sobre nuestro propio organismo y dejarlo campar a sus anchas.
En ello estaba, su cuerpo campando libremente por unos lares, su mente retozando en otros, cuando una voz vino, como un hacha, a segar la armonía onírica.
-¡Yo no tengo nada más que decir! Ya sabéis mi postura, no voy a moverme ni un ápice porque eso es lo que he hecho toda mi vida y ¿quién me lo ha agradecido? Nadie.
La voz tenía ojos y boca, y un rostro muy bonito aunque deformado por los gritos que sus labios estaban profiriendo. Era un chico joven. El cuerpo, fibroso, proporcionado, imponente, gritaba tener unos veinti pocos años (más o menos, como Sofía) La cara, expresiva, fuerte, viril, mascullaba una cercanía a los treinta. Las palabras que salían de su garganta, las frases hirientes que escupía y la amargura pesada que se traducía de su tono de voz, clamaban haber traspasado toda una vida.
Otro que no quiere hablar - pensó Sofía mientras seguía con la mirada (poco disimulada, pero ella sabía que las leonas de la Sabana tampoco lo eran con sus presas) el vaivén de izquierda a derecha y vuelta a empezar, de la nerviosa pieza. Él, en medio de su turbación, alcanzó a percatarse de la presencia intrusiva, impertinente, de Sofía. La actitud repectiva de ésta y su aparente predisposición a la escucha le indujeron, no obstante, a mantenerse en el área de contacto, y un par de veces más intercambiaron los dos miradas, mientras el joven seguía firme en su posición de no volver a transegir... Ella se mantuvo a la espera.
El eco de esta última palabra resonaba, anacrónica, en la mente adormecida de Sofía mientras olía el aire casi efervescente del parque donde se había sentado a "vaguear" (hacía tanto que no me paraba a "perder" el tiempo...) Venía de unas jornadas sobre "Diálogo Intercultural" y no sentía ganas de encerrarse de nuevo bajo el techo gris de su casa. Aún le costaba acostumbrar a su cuerpo a la falta de aire libre (pegajoso y caliente hasta el extremo, sí, pero libre a fin de cuentas) y de vez en cuando tenía que darle caprichos de este tipo.
Echada sobre un banco alejado de la zona de juegos infantiles (el "alegre y agradable gorgoteo" de los niños resultaba, a su parecer, mucho más agradable cuando provenía de una distancia mínima de cien metros) había adoptado la postura que en África denominaban "recibir el placer": las piernas un poco abiertas, flexionadas y conductoras del peso de todo el cuerpo hacia las plantas de los piés; las manos libres, descargadas sobre el asiento; la cabeza relajada sobre el respaldo y el cabello apartado para dejar expuesto por completo el rostro, que recibe lo que llega. Para "colaborar" en la eficacia de la tarea, Sofía se desabrochó el botón del vaquero (fuera presiones) y desplazó levemente la tira de la cintura hacia abajo, para regalar a unos centímetros más de su piel el efecto de esta sesión de Rayos Uva gratuita e improvisada.
Poco a poco empezó a notarse anestesiada. El estado, en el limbo entre el sueño y la vigilia, era mucho más agradable que cualquiera de estos dos, puesto que manteía el grado de consciencia necesario para percibir y disfrutar de la sensación de hipnosis que acompaña el sueño. Las ideas fueron abandonándola poco a poco y aterrizaban ya los primeros delirios, pseudo pensamientos sin lógica ni hilo conector que aparecen de manera incontrolada cuando nos rendimos a hibernar, indicando que todo va bien.
Después de las Jornadas de Cultura, si no puedo subirme en el tobogán... me compraré los vaqueros... porque, claro, no pudimos estrenar la película ayer...
No disfrutamos más de la incoherencia que cuando aparece en el momento oportuno: al perder, de manera controlada, el control sobre nuestro propio organismo y dejarlo campar a sus anchas.
En ello estaba, su cuerpo campando libremente por unos lares, su mente retozando en otros, cuando una voz vino, como un hacha, a segar la armonía onírica.
-¡Yo no tengo nada más que decir! Ya sabéis mi postura, no voy a moverme ni un ápice porque eso es lo que he hecho toda mi vida y ¿quién me lo ha agradecido? Nadie.
La voz tenía ojos y boca, y un rostro muy bonito aunque deformado por los gritos que sus labios estaban profiriendo. Era un chico joven. El cuerpo, fibroso, proporcionado, imponente, gritaba tener unos veinti pocos años (más o menos, como Sofía) La cara, expresiva, fuerte, viril, mascullaba una cercanía a los treinta. Las palabras que salían de su garganta, las frases hirientes que escupía y la amargura pesada que se traducía de su tono de voz, clamaban haber traspasado toda una vida.
Otro que no quiere hablar - pensó Sofía mientras seguía con la mirada (poco disimulada, pero ella sabía que las leonas de la Sabana tampoco lo eran con sus presas) el vaivén de izquierda a derecha y vuelta a empezar, de la nerviosa pieza. Él, en medio de su turbación, alcanzó a percatarse de la presencia intrusiva, impertinente, de Sofía. La actitud repectiva de ésta y su aparente predisposición a la escucha le indujeron, no obstante, a mantenerse en el área de contacto, y un par de veces más intercambiaron los dos miradas, mientras el joven seguía firme en su posición de no volver a transegir... Ella se mantuvo a la espera.