La vida es de verdad paradójica. La mayoría de las personas hemos luchado más de una vez por olvidar algo que nos atormenta y que, como la gota de agua que a fuerza de persistencia te acaba taladrando el cráneo, incide una y otra vez en tu mente. Y, en el mismo momento, no muy lejos de donde te encuentras, otras personas se sumergen en una dolorosa pugna por no perder la memoria.
Hoy he tenido la oportunidad de asistir a una sesión de trabajo con enfermos de Alzheimer. Pasó por una de esas casualidades que se presentan sin comerlo ni beberlo y que luego agradeces profundamente. Ver a este grupo de ancianos (y no tan ancianos; uno de ellos andaría por la cincuentena) poniendo toda su concentración e ilusión en resolver los ejercicios que las monitoras les mandaban y en relacionarse unos con otros, me causó tal impacto que de repente mis preocupaciones se tornaron estúpidas ante mis ojos. Aquello me chocó de veras, hasta el punto de enfadarme conmigo misma. ¿Y yo tengo problemas? Me obsesiono por asuntos que se quedan en anécdotas y lucho por olvidar situaciones cuando otros pelean por recordar su nombre.
El Alzheimer es una enfermedad que siempre me ha obsesionado. Quizá porque me provoca terror la posibilidad de perder los recuerdos. Pienso que la vida se reduce a las experiencias que vamos acumulando. Si éstas se pierden, ¿queda algo después? La filosofía de AFAL (Asociación de Familiares de Enfermos de Alzheimer) es que sí hay algo de esa persona que se vuelve desconocida ante nosotros. Quedan los sentimientos y las emociones. Quizá no te reconoce, pero sí identifica tu cariño y la compañía que le proporcionas. Por eso, quizá, son tan agradecidos con quienes les cuidan y le brindan ese amor incondicional. Es verdad que no siempre muestran su afecto, pero no es que no quieran, es que no pueden. En eso se diferencian del resto de las personas y de la hipocresía que nos caracteriza. Nunca dan una sonrisa si no les ha salido del alma (¡cuántos halagos falsos habremos proferido nosotros!) También es una hipocresía enfrentarte un día a algo duro de verdad y hacer apología de ello, pero en fin, al menos queda la reflexión que ha provocado en la aquí presente.
Metería a más de un personaje de los que salen por televisión (léase políticos, periodistas, gente de salsa rosa y demás fauna que compone la parrilla televisiva) en una de esas salas durante tan sólo diez minutos. Más de una cosa cambiaría.
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